miércoles, 24 de septiembre de 2008

lunes, 8 de septiembre de 2008

Les lettres de Cristine (The Cristine´s letters)


Scripta manent, verba volant

El título de este texto es un buen ejemplo de la ambigüedad y multivocidad o equivocidad del lenguaje. Como escribió Valéry: “si se va al fondo no existe una sola palabra capaz de ser comprendida”. Así, Lettres o Letters (obsérvese que se cambia de idioma simplemente desplazando un lugar una letra) se puede traducir lo mismo como cartas que como letras. “Carta” puede significar lo mismo misiva o epístola, que constitución o menús. Se puede “jugar cartas” o “comer a la carta”; incluso, para identificarse, “presentar sus cartas credenciales”. La red semántica de la palabra “Letra” incluye tanto un signo gráfico o elemento tipográfico como una forma de pagaré. Se puede decir de alguien que “tiene letras” o que algo hay que “entenderlo a la letra”. En algún lugar de la Biblia se sentenció que el espíritu de la ley da vida mientras que la “letra” de la ley mata. Si nos atuviéramos al inglés, podríamos jugar incluso, como Joyce lo hace en efecto, con la homofonía de las palabras inglesas letter y litter (que lo mismo significa camada o camilla que basura o desorden). Podríamos seguir los análisis semánticos que hace Jacques Lacan de la palabra francesa Lettre en “El seminario sobre La carta robada” basado en la traducción de Charles Baudelere “La lettre volée” del cuento de Edgar Alan Poe “The purloined letter”. O, también, podríamos proseguir indefinidamente con el milagro de la multiplicación de los textos siguiendo el análisis estructuralista que hace Roland Barthes del texto “Sarrasine” de Balzac en “S/Z” o la desconstrucción que hace Jacques Derrida del texto “Confessiones” de Rousseau en “De la gramatología”. Sin embargo, pasemos a considerar no las palabras aisladas del título, sino éste como un todo. De esta manera, el título de este texto puede significar las letras o las cartas de Cristina. Es decir, tanto las letras de la palabra “Cristina” como las cartas con que juega Cristina; las letras o cartas que escribe Cristina, la correspondencia que recibe o, en sentido figurado, la cultura que detenta. Como escritor versado en la teoría del caos podría incluso afirmar que cualquier texto se comporta como un atractor extraño en torno al cual giran sin cesar un número ilimitado de significados similares o interrelacionados, pero siempre un poco diferentes cada vez, al emplearse en distintos contextos, dibujando en su maravillosa danza semántica un fractal infinitamente complejo. No menos compleja, por cierto, es la historia de Cristina (que he podido inferir a partir de pequeños indicios, recogidos aquí y allá al azar con amorosa paciencia) y de mi relación con ella.
Fácilmente se puede documentar que Cristina nació en la ciudad de México y el pasado 15 de octubre fue su cumpleaños número 28. Sus padres se divorciaron cuando Cristina no cumplía aún los cuatro años. Se quedó a vivir con su padre, pero al poco tiempo, a los cinco años, su padre (un médico investigador reconocido) se fue a estudiar un postgrado a Inglaterra, dejando a Cristina con su abuela. Su madre se volvió a casar y tuvo un hijo que actualmente es un actor de éxito en Argentina. Ella se dedica a diseñar escenarios y ambientar películas. Toda la relación de Cristina con su padre y su madre transcurrió durante seis años por correo. Al poco tiempo de cumplir los once años, su padre regresó y la llevó a vivir con él. Su padre era un hombre en extremo lacónico y poco dado a mostrar afecto (siempre que la ve su madre le pregunta: “y ¿cómo está tu padre? ¿ya habla?”). Todo esto explica en gran medida el que Cristina presentara señales inequívocas de autismo (según creí en ese momento, pero posteriormente descubrí –demasiado tarde- que se trataba más bien de la forma de esquizofrenia estudiada por Bateson en su teoría del doble vínculo) y su facilidad para relacionarse epistolarmente, al mismo tiempo que su dificultad para comunicarse en la tradicional modalidad cara a cara, tête à tête, face to face. Cristina era, a pesar de sus inmensas y prácticamente insuperables dificultades para establecer contacto o para participar en los intercambios simbólicos más comunes, como las charlas, una joven brillante y terminó una licenciatura en Psicología en la Universidad Iberoamericana, después de haber estudiado de primaria a preparatoria en el colegio Westminster, donde conoció a su primer novio. Nunca me dijo el nombre de su novio, pero sé que terminó con él en 1994, por incompatibilidad ideológica, según ella, pero yo sospecho otras oscuras e inconfesadas razones. Uno de sus primeros trabajos fue precisamente en un instituto para atención de niños y niñas autistas, donde practicaba ludo y musicoterapia (creo importante referir aquí al lector al artículo de Bateson “Esto es un juego”). Cuando la conocí y me enamoré de ella estaba por irse a estudiar una maestría en Inglaterra, después de dejar inconclusas una especialidad en terapia breve (tal vez Cristina deseaba una modalidad no breve sino brevísima) y una licenciatura en Derecho en el sistema abierto de la UNAM, ambas comenzadas y abandonadas en el mismo año. Trabajó asimismo con refugiados en el sureste y desarrolló un gran interés en el tema de Derechos Humanos (entre otros, especialmente, de las personas con discapacidad). Como en una ocasión me dijo que le interesaban los literatos, desencadenó en mí las más locas esperanzas. Traté por todos los medios de despertar en ella un sentimiento recíproco, pero fue en balde. Incluso, prácticamente no podía comunicarme con ella por ningún medio. Excepto por carta. Descubrí asombrado que gracias a las cartas que le enviaba (ya que ella rara vez me contestaba, acostumbraba hacerlo cuando mucho según una proporción de una de cada diez cartas) lograba estar más cercano (si así se puede decir) a ella ahora que se encontraba del otro lado del Atlántico, que cuando trabajaba justo en el cubículo de al lado. Así que comencé a escribirle una carta por semana y, poco a poco, la cantidad comenzó a crecer como una serie de Fibonaci, llegando hasta 5 envíos por día. Como es lógico deducir, Cristina terminó enamorándose del cartero, literalmente un verdadero hombre de lettres.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Felina

Cuando deseo encontrarla
Casi prefiero no encontrarla,
Para no tener que dejarla después.
Alberto Caeiro

Ese día, Juan era presa del miedo. Juan siempre sentía diferentes clases de horrores: de simples sustos a verdaderos pavores vesánicos. Sin embargo, no era un cobarde realmente, porque siempre superaba sus temores. Algunos de ellos llegaban a ser verdaderas fobias, como la que sentía por las ratas y los ratones; en realidad, por los roedores en general. La aversión que sentía por las ratas se había vuelto incontrolable después de que leyó 1984 de Orwell.
Pero el miedo que Juan experimentaba ese día tenía una causa totalmente distinta. Finalmente, había decidido declararle su amor a Cristina. Y tenía miedo que le dijera que no, y pánico que le dijera que sí. No sabía qué haría si le decía que no, incluso la idea del suicidio rondó por su mente. Pero si le decía que sí, ¿qué iba a hacer? Era una verdadera locura, tan diferentes que eran. Para saber cómo era Cristina tienen que imaginarse un ser felino, una verdadera gata siamesa: ojos azules rasgados, un cuerpo delgado, joven y ágil, de movimientos cadenciosos y precisos. Juan amaba a Cristina no sólo por su belleza felina sino por su inteligencia e intuición. Sin embargo, lo que más admiraba Juan de Cristina era su valentía: antes de conocerla un amigo le había platicado una experiencia de Cristina cuando vivía en Campeche. Recién llegada, la primera noche que pasaba en un campamento de refugiados, mientras dormía le cayeron encima dos ratas que se estaban peleando sobre una viga. Cristina se había enfrentado victoriosa a las ratas y sin chistar siquiera. Cuando Juan escuchó esa anécdota no pudo dejar de pensar en Cristina y, de inmediato, le pidió a su amigo que se la presentara. Al momento de conocerla quedó perdidamente enamorado de ella y presa de nuevos temores: “y si me rechaza, si no llega a quererme, y si...”, se preguntaba Juan aterrorizado.
Pasados dos meses, Juan venció por fin sus temores y decidió declararle a Cristina su amor. La llevó a una cafetería en el centro de Coyoacán. Juan pidió un capuchino para él y un vaso de leche para Cristina, porque sabía que le encantaba. Sintiéndose ridículo, después de darle muchos rodeos, Juan le confesó a Cristina que la amaba de una manera absurda y totalmente loca. Le enumeró todas las cosas que le gustaban de ella: sus ojos luminosos, las formas de su cuerpo, la gracia de sus movimientos, su inteligencia e intuición felina, su seguridad e independencia. Pero, lo que más le atraía era, ni duda cabe, las agallas que tenía, el valor infinito que demostraba. Después de que Juan vació su corazón en el oído de Cristina, esperó en silencio su respuesta. Ella no había dejado de verlo, con esa mirada cristalina. Cuando finalmente su boca se abrió sólo fue para soltar un quedo "Miau" y para lamerse el lomo...

De Lacrima

Los artistas somos fieros, no lloramos...
Beethoven
No soporto ver llorar a una mujer. En serio, no puedo soportarlo, aunque Camilo José Cela haya escrito que “¡La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta!”.
Cuando era todavía un niño, leí en una página de Heine: “¡Cuánta poesía encierra una lágrima humana!”, y, amén de sorprendido, quedé profundamente emocionado al descubrir que una secreción acuosa pudiera ser tan bella. Me aficioné a llorar por cualquier cosa, sabiendo que era una actividad tan noble y estética como escribir versos. Después, leyendo a Unamuno, encontré aquel fragmento en Del sentimiento trágico de la vida donde afirma que hay que saber llorar y Don Miguel llega a asegurar que ésta es la Sabiduría Suprema. Me esforcé, a partir de ese día, en mi lagrimeo cotidiano, pues practicando diario no sólo creaba Poesía, sino que acrecentaba mi saber, acercándome a la Suprema Sabiduría.
Hubiera seguido con tan virtuosa práctica si no es que mi padre, en un día de prolija actividad lacrimal, me advirtió severo: “Juan, los hombres no lloran”, y caí en la cuenta de que era un privilegio femenino el producir lágrimas. No sólo ellas eran las únicas capaces, por un capricho biológico, de parir hijos sino que, además, por un absurdo social, solamente ellas podían llorar.
Ayer, después de clases, vi a Cristina sentada en el barandal y con la cara entre las manos. Me acerqué y descubrí que estaba llorando. La tomé del tobillo y, levantando su pierna, la arrojé al vacío, y es que no soporto ver llorar a una mujer. En serio, no puedo soportarlo...