domingo, 7 de septiembre de 2008

Felina

Cuando deseo encontrarla
Casi prefiero no encontrarla,
Para no tener que dejarla después.
Alberto Caeiro

Ese día, Juan era presa del miedo. Juan siempre sentía diferentes clases de horrores: de simples sustos a verdaderos pavores vesánicos. Sin embargo, no era un cobarde realmente, porque siempre superaba sus temores. Algunos de ellos llegaban a ser verdaderas fobias, como la que sentía por las ratas y los ratones; en realidad, por los roedores en general. La aversión que sentía por las ratas se había vuelto incontrolable después de que leyó 1984 de Orwell.
Pero el miedo que Juan experimentaba ese día tenía una causa totalmente distinta. Finalmente, había decidido declararle su amor a Cristina. Y tenía miedo que le dijera que no, y pánico que le dijera que sí. No sabía qué haría si le decía que no, incluso la idea del suicidio rondó por su mente. Pero si le decía que sí, ¿qué iba a hacer? Era una verdadera locura, tan diferentes que eran. Para saber cómo era Cristina tienen que imaginarse un ser felino, una verdadera gata siamesa: ojos azules rasgados, un cuerpo delgado, joven y ágil, de movimientos cadenciosos y precisos. Juan amaba a Cristina no sólo por su belleza felina sino por su inteligencia e intuición. Sin embargo, lo que más admiraba Juan de Cristina era su valentía: antes de conocerla un amigo le había platicado una experiencia de Cristina cuando vivía en Campeche. Recién llegada, la primera noche que pasaba en un campamento de refugiados, mientras dormía le cayeron encima dos ratas que se estaban peleando sobre una viga. Cristina se había enfrentado victoriosa a las ratas y sin chistar siquiera. Cuando Juan escuchó esa anécdota no pudo dejar de pensar en Cristina y, de inmediato, le pidió a su amigo que se la presentara. Al momento de conocerla quedó perdidamente enamorado de ella y presa de nuevos temores: “y si me rechaza, si no llega a quererme, y si...”, se preguntaba Juan aterrorizado.
Pasados dos meses, Juan venció por fin sus temores y decidió declararle a Cristina su amor. La llevó a una cafetería en el centro de Coyoacán. Juan pidió un capuchino para él y un vaso de leche para Cristina, porque sabía que le encantaba. Sintiéndose ridículo, después de darle muchos rodeos, Juan le confesó a Cristina que la amaba de una manera absurda y totalmente loca. Le enumeró todas las cosas que le gustaban de ella: sus ojos luminosos, las formas de su cuerpo, la gracia de sus movimientos, su inteligencia e intuición felina, su seguridad e independencia. Pero, lo que más le atraía era, ni duda cabe, las agallas que tenía, el valor infinito que demostraba. Después de que Juan vació su corazón en el oído de Cristina, esperó en silencio su respuesta. Ella no había dejado de verlo, con esa mirada cristalina. Cuando finalmente su boca se abrió sólo fue para soltar un quedo "Miau" y para lamerse el lomo...

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